martes, 24 de agosto de 2010

De los Ángeles

La calle se encontraba triste y melancólica, repleta de gente, de personas asqueadas de vivir y sobrevivir en esta jungla de piedras, edificios, autos, motos, tierra, ojos, silencio, gritos, disparos, ambulancias, pordioseros, borrachos, orines, vómitos, sonrisas y desprecios.

Intenté caminar sin pensar, absorto del mundo, ajeno a la realidad hasta que unos pasos se detuvieron frente a mí y casi sin prestar atención a su amable ofrecimiento “¿Me compra un lapicero joven?”.

Lancé un rotundo y severo “no” y seguí avanzando hasta que no pude continuar, di media vuelta y la reconocí, era ella. Ahí estaba de pie, en medio de la calle ofreciendo lapiceros y poemas y perfumes, absorbiendo cada empujón, cada desprecio y sentí pena por mí, odio y pena.

No me sentí digno siquiera de verle los ojos, aunque no me reconociera después, creí prudente continuar mi camino hacia la nada, así como ella hacia su casa, donde vive y habla con sus palabras mientras su cenicero la vigila.

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